PROTERVIA Y LA LUNA

Era aún primavera y Carlos prendió la televisión para ver el noticiero de las 9 p.m. Toda la programación parecía estar basada solamente en el dichoso virus, aquel ser diminuto que había confinado a millones y también enfurecido a algunos que no creían que de hecho existiera.

Después de cenar, no era ya hora de salir, pero Carlos había estado entre aquellas paredes sin fin por varios días y ansiaba respirar hondo y sentir el aire en su cara. Con precaución, bajó las escaleras lo más sigilosamente que pudo, sin poder evitar tropezar contra el rellano en el piso quinto. Ya en la avenida, caminaba despacio y sin pausa, como quien intenta huir sin hacer ruido.

– ¡Oye, gringoo! ¡Vuelve a tu casaa, pendejoo!

Carlos miró a la derecha, de donde parecía provenir la voz, luego a la izquierda, allí la luna brillaba entre nubes que jugaban a rellenar la noche de algodones. La avenida desierta invitaba a un largo paseo. “Qué mala suerte”, se dijo. “Hay nazis en las ventanas, debo regresar a casa”.

Por Mar Martínez Leonard

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Imagen de George Lehmann


El ídolo de plástico o el círculo de Möbius

Por Galileo Contreras Alcázar

Teníamos que considerarlo de carácter urgente, nadie hacía hincapié en la gravedad del problema que nos significaba las toneladas de botellas, bolsas, juguetes y todo tipo de cacharros plásticos a los que éramos adictos. Algo tenía que significar aquella montaña acumulada a un lado del parque en el que de niños jugábamos. Ahora lo sabíamos, quizá era cuestión de tiempo para que termináramos ahogados en una fatal inundación, cada vez más abundante y perniciosa, por todos esos plásticos flotantes que terminaban acumulados, ahí, cerca de nuestras memorias de la infancia, al fin y al cabo nosotros mismos seríamos nuestros propios enterradores, usuarios de él desde los pañales, biberones, suelas, acostumbrados a su fatal y casi inextinguible compañía. Me parece increíble que este envase vaya a vivir más que yo, y así sería sino fuera que ya en el pueblo nos hemos levantado y dado la mano para depurar esa montaña, revertirla y manejarla como lo que es, más que basura memoria, pedazos de cosas con las que hemos vivido y debemos de cargar e ir cambiando, sustituyendo, reciclando. Quien hubiera dicho que ahora la “basura” nos haría más conscientes, más vecinos, más humanos.


Imagen de http://www.ecoticias.com


Remota Posibilidad

Por Antonio Arjona

Esta mañana he vuelto a encontrar la tapa del váter levantada. Tras el delicado olor de su presencia he oído como se cerraba la puerta del sótano. Quisiera ir y sumergirme en el agua oscura de sus ojos. Pero cómo arriesgarme a perder la otra mano y con ella, la remota posibilidad de poder acariciar su pelo.


MORDAZA

Por Galileo Contreras Alcázar

Algunas veces lo desconocido llega por sorpresa, y eso que mi labor diaria me hizo casi insensible a las movidas más viscerales del entorno, la nota cotidiana es mi vida. Recuerdo la tinta fresca de los diarios al dirigirme al colegio, me quedaba un momento frente al quiosco y respiraba los encabezados más insólitos. Ahí supe qué sería mi vida: llevaría por siempre el estigma de la letra impresa en mi frente, dedicaría mi esfuerzo al trabajo periodístico y aparecería mi nombre en todas partes; un sueño ingenuo, pero a medida que crecía, cada vez más real. Tantas primeras planas me dieron que el oficio se volvió monótono, al fin uno se acostumbra a escribir por obligación. Pero también el curso ordinario de los días se rompe, y lo que sabemos que era la libertad se consume. Entonces, de un momento a otro el oficio se vuelve peligroso y la censura se predispone a costa de los valientes, quien diría que lo que antes era crítica ahora sería alabanza para los que detentan el poder. Mordaza es ahora lo que no supimos cuidar como ciudadanos, pero ¿qué haría yo por publicar lo que ahora me callo?


VIAJE REDONDO

Por JOSÉ GALILEO CONTRERAS ALCÁZAR

El sol se filtraba por la ventana con fuerza cuando la voz monótona del boletero en el pasillo se acercaba. Había un ruido ahogado y continuo, esa especie de murmullo átono que convierte los viajes en tren en una adormidera. La voz del funcionario del tren ya se escuchaba en el hombro, demasiado cerca como para dejarse llevar por el adormilamiento de un sillón espacioso y cómodo.

   — Su boleto, señor.

Reaccioné automáticamente ante una situación que sería típica. Metí las manos en los bolsillos del pantalón tratando de identificar cualquier cosa que pareciera un tícket. Nada. Palpando con los dedos revisé también en el bolsillo de la americana.

— Permítame mostrarle.

— Gracias caballero.

El boletero miró el billete repasándolo inquietante con las manos mientras mis nervios pasaban a más. Hasta ese momento pensé que no tenía idea de qué diablos hacía en un tren, a penas pude discernir la idea vaga de estar en el viaje equivocado cuando el boletero me dice con ojos extraviados.

— Tiene que haber un error, caballero. Este billete no tiene validez, quizá no era su tiempo para abordar el tren.

— Pero ¿cómo que mi tiempo?

— ¿Puede recordar cómo abordó? Este es un tren especial, porque, aunque todos abordan, no todos tienen la posibilidad de abordarlo cuando quieren.

— ¿A qué se refiere?

— A que el destino es solo uno y no hay forma de cambiarlo, siempre hay una idea vaga en el fondo, pero a ciencia cierta solo hay un camino y es el que nadie elige.

Me daban vueltas por la cabeza estas últimas palabras del billetero, ¿por qué no iba a saber yo a donde voy? Pero también era verdad que no recordaba ni el lugar ni la hora en donde había abordado, pero las desavenencias de mi estrecha memoria no tenían que poner en tela de juicio que efectivamente estaba en un tren, al que sin duda abordé para ir al sitio que elegí, ¿qué importaba cuál si mi voluntad era la que me había llevado ahí?

— Permítame usted caballero.

Dijo y desapareció en el pasillo profundo del vagón. Levanté la cabeza y dudando de que en verdad estuviera solo en aquel tren me puse de pie para explorar el entorno. Y sí, no había un alma ahí. Entonces todo empezó a desvanecerse; aterrado me tiré al asiento más próximo que ahora era tan duro como el asfalto de una acera. Asfalto sí, algo tan sólido y duro como la escalera en que tropecé esta mañana. Ahora mi vagón de tren era una sala de luz blanca entre dos cortinas, podía ver mi pierna vendada posada a desnivel con algunos artefactos sujetándola. No me dolía, pero el adormecimiento que sentía era como el de aquel tren, que al parecer todavía no debía abordar.